LA BANDA DE JAZZ

– A Lucas, a Rosa y a Sara –

Salí ayer a mi ventana y la noche era espléndida. Deseaba escuchar buena música y pensé en un buen concierto de jazz que me mantuviese reflexivo en la generosidad de una noche especial. Una música cargada de identidad, con su ritmo peculiar y su dosis de improvisación. Pero como mi deseo no era posible, me conformaba escuchando la música de la naturaleza invisible. La noche escondía el último canto de los ruiseñores y los gorjeos, trinos y reclamos de las demás aves. Disfrutando estaba de ese otro concierto cuando noté que algo entre la hierba se acercaba con pausa. Era una cebra de gran tamaño seguida de un oso polar con tres encantadores ositos. Cerca caminaba un okapi con su distinguido cuello y su pelo rojizo. A su lado un monstruo de Gila buscaba lagartijas y topos para cenar. No podía creer la suerte que estaba teniendo: animales tan distintos y de lugares tan lejanos delante de mis ojos. Pero lo más impresionante fue lo que a partir de ahora iba a presenciar.

         Un personaje que no conocía se acercó a la cebra y al acariciar su cabeza y susurrarle algo al oído la transformó sin más en un elegante piano de cola. Sus rayas blancas y negras eran sin duda las teclas que ya empezaban a sonar. Otro personaje, corpulento y barbudo, con pantalón oscuro y camisa color crema, punteó el cuello del okapi modificándolo en un llamativo y reluciente contrabajo. Aquello se estaba animando cuando, bajo la luz de una farola, una mujer con un vestido negro ajustado hasta las rodillas y zapatos con tacón de aguja, agarró al lagarto gigante de Gila y lo convirtió en clarinete. Todo sonaba casi de manera armónica, cuando llegó mi amigo Carlos. Me hizo mucha ilusión conocer a alguien. Él transformó a la osa y sus oseznos en una atractiva batería blanca y le dio el ritmo necesario a una banda cuyos instrumentos habían salido de unos animales tan peculiares. Tocaron blues y jazz tradicional de los años 30; swing de los 40 y bebop de los 50. También ritmos funky y jazz fusión. Siempre comenzaban sincronizados cuando Carlos golpeaba varias veces seguidas sus baquetas. Sonaba tan perfecto y suave en la noche que hasta la luna creciente parecía disfrutar. Pasada una hora cometí el error, por un instante, de cerrar los ojos para sentir la música más adentro. Entonces todo quedó en silencio. Hasta los pájaros dormían ya.

LORENZO ASÍN