UN PUEBLO DE EMOCIONES

– A Pilar, a Silvia, a Yolanda y a todas las monitoras –

Cuando salí ayer a mi ventana vi que estaban montando un bar en la calle. Había operarios descargando de un gran tráiler un larguísimo mostrador para poder servir. También bajaban del camión cámaras frigoríficas, botellas, bandejas, hieleras y un montón de vajilla. Estaba disfrutando viendo trabajar a toda esa gente y en menos de media hora estaba todo compuesto. La alcaldesa, con un buen traje, era la camarera principal y llevaba pajarita. Los concejales estaban muy elegantes con una camisa blanca, zapatos negros de piel y un distinguido delantal oscuro en el que ponía con letras muy bonitas: Sabiñánigo, un pueblo de emociones. Sobre la inmensa barra del bar de acero y cristal había una impecable mampara de metacrilato. A las ocho en punto abrieron y empezaron a servir. Por ahí se acercaban, sorprendidos, los caminantes que regresaban a sus casas y los que en ese momento salían a pasear. Antes de nada todos se fundieron en un gran aplauso que duró unos dos minutos.

         La actividad era impresionante. Unos niños quisieron unos refrescos de emociones e ilusiones. Sus padres, unos vasos de imaginación con unas tapas de desahogo y humor dulce. Una señora que llegaba por ahí deseó un té de felicidad y para su acompañante un café de agradecimiento con mucha serenidad. Por su parte, un grupo de amigos que salía a hacer deporte quería, cuando fuera posible, una ronda de espíritu cooperativo. Los concejales no paraban un instante y la alcaldesa, guardando la distancia, sonreía y hablaba con unos y con otros. Parecía feliz. Algunos señores vestidos con traje y corbata solicitaron infusiones de tila y mucha comprensión. Desde el fondo, varias enfermeras pidieron prudencia y descanso; sus acompañantes, hombres y mujeres médicos, unos aperitivos de confianza y de sentido común. Todos los que por ahí pasaban se detenían: que si yo quiero algo de reflexión, que si éste fuerza mental, que si el de al lado paciencia suficiente. Finalmente, la policía local y los bomberos rogaron al unísono dos metros de distancia, una ración de calma y un todo saldrá bien. Pero por lo que más disfruté, fue porque mientras miré aquella larga barra desde mi ventana, nadie dijo un no puedo más y un no me parece bien.

LORENZO ASÍN