MÁS QUE UN MUSEO

– A mi hermano –

Cuando salí ayer a mirar por la ventana, no entendía lo que estaba viendo. Colgados de la valla que separa la calle de las vías del tren, había un montón de cuadros. Pero mi sorpresa fue mayúscula cuando comprobé su magnífica relevancia; se trataba de auténticas y únicas obras de arte. Eran ni más ni menos que los cuadros más famosos del mundo. No podía imaginar cómo habían llegado hasta ahí la Gioconda, las Meninas, la Balsa de Medusa, los Relojes Blandos, el Grito y muchos más. Se hallaban debajo de mi casa con sus colores al completo. Bueno, no todos, el Guernica continuaba siendo en blanco y negro. Pero lo mejor de aquello era que sus autores también habían venido. Da Vinci, Edvard Munch y Géricault hablaban a una distancia de dos metros; otros como Jan Van Eyck le estaba diciendo a don Giovanni Arnolfini y a su Esposa que no volviesen a salir del cuadro porque se perdía el encanto del retrato de su matrimonio; y Botticelli intentaba convencer a su Venus de que, aunque se tratase de su nacimiento, debía, por lo menos, cubrir un poco su desnudez porque ya era mayorcita.

                Oí cómo el propio Van Gogh se estaba diciendo a sí mismo que no se moviese tanto ya que le resultaba imposible arreglar su autorretrato. La Gioconda me inquietaba un poco, pues no me quitaba ojo, siempre me miraba. Las Meninas le pidieron permiso a Velázquez para descansar. Así que salieron a jugar a los jardines de la estación con el perro, el pequeño Nicolasito Pertusato y la bufona alemana Maribárbola. En un descuido, la infanta Margarita se manchó de verdín el traje y tuvo que ir a cambiarse con el consiguiente enfado del pintor y de sus padres Mariana de Austria y Felipe IV,  que no paraban de mirarse en un espejo. Dalí, acariciando su extraño pero elegante bigote, intentaba explicarle a Goya que los relojes se habían doblado porque representaban a su memoria consumiéndose. Goya, la verdad, creo que no se enteró porque al rato volvió a preguntar lo mismo. Mientras, la Mona Lisa continuaba mirándome fijamente. Disfrutaba sobremanera cuando, de repente, el gigantesco Guernica se echó a volar y vino directo a mi cara. Antes de poder reaccionar me absorbió por completo pudiendo, entonces, ver todo su interior, porque lo más interesante de este cuadro no se ve. Quedé atrapado por mis pensamientos.

LORENZO ASÍN