EL HOMBRE QUE VOLABA

– A mi padre –

Ayer vi un hombre que volaba. Lo vi todo desde mi ventana. Lo hacía despacio y, a veces, caminaba por el aire para descansar. Volaba y caminaba entre varios edificios. Vestía un traje negro con rayas grises y llevaba gafas de sol y un sombrero. Iba muy elegante. De repente se paró en un grueso cable de la luz que cruzaba por encima de la vía del tren. El cable se extendía desde mi calle hasta un transformador situado en la falda de la montaña enfrente de mi casa. Ahí estuvo primero de pie, luego sentado balanceando las piernas como si lo hiciese a diario; hasta estornudó y aguantó sin tambalearse. Se comió un bocadillo de mortadela y queso. Habló con los pájaros y los insectos un buen rato. Silbó perfectamente una melodía que identifiqué al instante. Después, un ruiseñor le cantó todo su repertorio sobre la historia de su migración. Finalmente se despidieron. El hombre que volaba le dio las migas de pan de su bocadillo y el ruiseñor un beso.

         Vi a ese hombre de negro con gafas de sol y sombrero salir del cable como si nada. Dio pasos en el aire y llegó a un tejado color azafrán. Él avanzaba pausadamente, como dando un tranquilo paseo. Cuando casi desaparecía de mi vista, alargué el cuello para poder seguir mirando lo que hacía. Mi pescuezo entonces se estiró tanto que me asusté. Me observé a mí mismo a lo lejos. Me hizo gracia contemplarme la espalda, nunca había podido verla fuera de un espejo. Las piernas eran pequeñas de lo distantes que se encontraban de mis ojos. Tan entusiasmado estaba en esas distracciones que no advertí la llegada del hombre caminando por el aire detrás de mí. Tuve un sobresalto profundo y me encogí de repente. Él desapareció caminando y silbando aquella música entre los árboles de la montaña. Espero que sólo se esfumase de mi vista porque fue algo realmente admirable.

LORENZO ASÍN