EL TREN DE LAS DOCE Y MEDIA

– A Elena y a Carlos –

Ayer volví a ver el tren de las doce y media desde mi ventana. Durante dos minutos hizo algo extraño. Es un tren antiguo con quince vagones viejos de madera. Su locomotora es de hierro negro y rojo. Delante tiene una cuña apartapiedras y un farol, a continuación unas ruedas pequeñas y otras enormes en el centro. Todas están conectadas con unas colosales barras de metal que suben y bajan cuando se desplaza. Sobre la caldera cilíndrica lleva una chimenea cónica invertida por la que saca mucho humo y vapor. Al final tiene una especie de cabina donde va el maquinista con un atuendo azul muy sucio de tirantes y una gorra con visera dura. Lo sé porque siempre acciona el silbato y mira hacia mi ventana sacando el brazo y diciéndome hasta pronto. Yo también levanto mi mano y le saludo. Nunca he sabido a dónde se dirige ni cuántos pasajeros transporta. Es el tren más raro, descuidado y viejo que he visto nunca.

         Ayer el tren no solo pasó, también se paró. Justo delante de mi ventana. Los vagones se transformaron en misteriosos animales gigantescos. Algunos, parecían dinosaurios; otros, ballenas jorobadas; y los más llamativos fingían ser babirusas. No lo podía creer. Hasta me froté los ojos para asegurarme que lo que estaba viendo era real. Entonces, la locomotora hizo algo asombroso: se puso de pie. Levantó su enorme panza de metal. La cuña apartapiedras llegaba hasta el cuarto piso, las ruedas giraban en el aire haciendo un ruido diferente al habitual y el maquinista me regaló su gorra de visera dura. Alargó su brazo y me la colocó en la cabeza. Después todo aquello descendió y siguió por la vía con dos minutos de retraso. Nadie me cree cuando lo cuento. Pero desde ese momento llevo la gorra cada día.

LORENZO ASÍN